En los últimos años hemos desempolvado un sistema que existió hasta la década del setenta y que terminó muy mal en esa oportunidad producto de la aceleración inflacionaria de esa época: las obras al costo, que en para los años ochenta dejó muchas estructuras paralizadas y desfinanciadas por largo tiempo. En los noventa el sistema reapareció en el mundo inmobiliario de la mano de Eidico para sus barrios privados de Tigre, ya como fideicomisos. Luego Camps lo impulsó en sus torres Quartier, hace cuatro o cinco años. Más recientemente Toribio Achával le dio un gran empuje y miles de pequeños desarrollistas empezaron a armar este tipo de negocios, que son un invento argentino como el dulce de leche.
En este caso, los que ponen la plata para la obra no son inversores en el sentido tradicional del término, como los accionistas de una sociedad anónima, pero al igual que ellos pagan el costo de su unidad, inflación incluída. Tampoco son compradores finales que se llevan, mediante un boleto venta, el compromiso del developer de entregarle el departamento en tiempo y forma a cambio de un precio cierto, pero al igual que ellos tienen una unidad asignada, que con ciertas limitaciones pueden vender durante la obra. En los fideicomisos la gente entra sin saber cuánto le va a costar el departamento y sin nadie que audite el verdadero costo, al menos usualmente.
Al principio el formato fue muy bien recibido porque los inversores preferían tener un boleto (o similar) y no acciones, en el entendimiento que ello les daba más seguridad. Pero luego vinieron las malas noticias: las obras costaron más de lo previsto (inflación e ineficiencias mediante) y lo peor del caso fue que los desarrolladores no tenían ningún incentivo a generar ahorros. Tampoco a lograr ventas de los departamentos a usuarios finales a precios atractivos. Por el contrario, sus honorarios son un porcentaje de la inversión, de forma que a mayor costo, más plata para el developer, que ni siquiera se preocupa por acopiar materiales para protegerse de la inflación dado que el riesgo crediticio que asumiría con los proveedores no se lo reconoce nadie. Tampoco se ocupa de vender y además recarga normalmente una ganancia no menor en el aporte de la tierra al fideicomiso, que le permite realizar su beneficio antes que nadie y salir del proyecto rápidamente.
El fideicomiso es un invento argentino, útil pero imperfecto. Su principal virtud hasta ahora está basada en el prestigio de quienes desarrollaron estos proyectos, en general con mucha seriedad. Pero el sistema no es perfecto. Es perfectible y deberíamos hacer un esfuerzo por imponer mejores prácticas. En primer lugar habría que informar mejor a los fiduciantes e inversores. Hay que decirles muy claramente que no están comprando a precio fijo. También hay que implementar esquemas de auditoría independiente. Esto es básico y debería ser obligatorio. A su vez el desarrollista, que debería estar claramente identificado, debería cobrar más en caso de generar ahorros o ventas a consumidores finales a mejores precios. Cada parte debería también explicitar sus responsabilidades legales: de qué se hace cargo y de qué no, y esto debería incluir a la inmobiliaria. Por último, habría que aclarar muy bien la cuestión impositiva, que para la mayoría tiene enormes lagunas.
El fideicomiso al costo es una herramienta sensacional, pero hay que usarla bien. De lo contrario, terminaremos como en la década del ochenta, con un buen sistema destruido por algunas malas experiencias, y obras paralizadas que nadie quiere ver en la ciudad.
Arq. Damián Tabakman
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© ReporteInmobiliario.com, 2003-2010, miércoles 21 de abril de 2010.